El caso, volviendo a lo que nos ocupa, es que Froome ni estaba muerto, ni estaba enterrado. Tampoco, como cantaba otro rey, estaba de parranda o tomando cañas. Froome, un hombre educado, callado, metódico y, sobre todo, un depredador nato cuando se sube a la bicicleta, estaba escudriñándolo todo por la televisión. Aprendiendo y anotando. Sufriendo y planificando.
Ahora, como es lógico, surge la gran duda. ¿Debe el vigente rey dar un paso al lado y permitir un periodo, quizás el último, de regencia al hombre al que está llamado a suceder? ¿Es prudente, en una situación tan complicada como la de 2020, que Ineos se deje llevar por el corazón y coloque a Froome como jefe de filas? ¿Se ha equivocado el joven Bernal al demandar el liderato claro y único en el Tour?
Son dudas, todas ellas, legítimas. Froome tiene el derecho, porque así se lo ha ganado con su lealtad y, sobre todo, sus prestaciones, a viajar a Niza como el referente de su equipo en cuanto a la pelea por el triunfo final. Pero Sir Brailsford tiene, a su vez, todo el derecho a poner en duda sus capacidades tras año y medio de parón casi absoluto y una grave lesión en la mochila que nadie sabe hasta qué punto le afectará en el gran fondo de las tres semanas.
Tampoco nadie puede negar que Bernal, actual ganador y, por lo tanto, dorsal 1 en Niza, no comete ninguna salida de tono al exigir lealtad a los suyos. Al decir que él no trabajará para nadie. Que los demás están ahí a su servicio. Y, por supuesto, ni Froome, ni Bernal, ni Sir Brailsfrod pueden perder de vista a un Geraint Thomas que, como Guy Fawkes, podría tener tentaciones de volarlo todo desde dentro.
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